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El día que comenzaba la residencia, entre mates espumosos y cuadernos en blanco, nos contaron que las nuevas generaciones de isleñxs no hablan más del “mal del Sauce”. En virtud de la magia que ofrece la vida en este ecosistema único, sus habitantes sostienen la creencia de que, en todo caso, existiría un verdadero “bien del sauce”.
Una bondad, posiblemente, contagiosa – ¿será esta una inoculación de por vida?– que se adquiere sin mucho esfuerzo al permanecer debajo de un sauce contemplando este río que nunca se cansa de mostrarse diverso y generoso. Bajo las gotas de sus hojas, ya no nos parecerá tan raro que el tiempo se dilate y los días floten cansinos, mientras el concierto de ranas y grillos le hacen competencia a la orquesta de estrellas. Este bien inspiró el título de nuestro “puertas abiertas” porque para cada uno de los residentes sus procesos de obra ya no son los mismos: se vieron, en mayor o en menor medida salpicados, atravesados, desbordados por el cauce del contexto natural en el que estuvieron creando.
Obras en progreso e imaginaciones que vuelven a casa muy distintas a como llegaron. Conversaciones que lejos de terminarse en esta apertura, se seguirán viendo enriquecidas por las preguntas y comentarios de nuestros visitantes. Las obras y procesos que se presentan bajo el título El bien del sauce, desarrollados a lo largo de este mes de residencia, son los siguientes:
Noe, también conocida como Chica Origami, estuvo avocada a registrar los sutiles movimientos del universo tigrense durante las horas de la siesta. Fue capturando escenas en las que podría parecer que no pasa nada, y sin embargo, una coreografía de pequeñas tareas, ciclos y vidas, independientes de las nuestras, se agitan a su tiempo y escala: un mosquito entra y sale de cuadro, fragmentos de hojas en primerísimo primer plano se desperezan con lentitud, un horizonte inquieto es atravesado por una lancha veloz. Mientras tanto, Noe también se estuvo preguntando cómo realizar una composición que represente lo que la orilla le fue mostrando pero con volúmenes de papel. Observó el movimiento constante de los bordes, incansables; ese ir y venir que va tocando las orillas, llegando y alejándose; atendió a la sonoridad de las olas, tanto las pequeñas que besan los escalones de los muelles como la de los visitantes que llegan, en oleadas, hasta la costa.
Me imagino algunas de las preguntas que habrá estado rumiando con la almohada: ¿de qué manera puedo hacer un eco mimético de algo que por definición no está quieto? ¿cómo reponer, con las herramientas y procedimientos que conozco –el origami, en este caso–, la sensación de vastedad del río, que toca uno y otro lado de sus bordes, creando una línea pero al mismo tiempo borrándola? intuyo que Noe al observar la danza de lo sutil, habrá encontrado sino respuestas – que seguro tienen forma de ensayo y por lo tanto, son provisorias– al menos un modo de estar preparada para ir a buscarlas.
Son muchxs lxs escritores que relatan cómo la trama y personajes de sus historias se despliegan no antes sino mientras son escritas; relatos de cómo el misterio de esos mundos se mantenían oscuros para ellxs mismxs hasta que la propia escritura los iba iluminando y trayendo algunos detalles, mostrando la personalidad de sus protagonistas, los caminos posibles. Así funciona también para Tezaka la construcción de su ambicioso proyecto: “Orbis Terrarum”, un mundo que corre en otro tiempo y en otro espacio; sobre todo, un mundo con otras reglas (entre las que se cuenta, por ejemplo, la sugerencia de sostener el más impecable silencio). A modo de investigación de campo, Tezaka pasó un buen tiempo acostado en el pasto para observar la vida desde el punto vista de los tréboles. Durante charlas con sus colegas de residencia, y casi sin darse cuenta –como quien garabatea mientras habla por teléfono– fue reuniendo semillas, frutos pequeños, hojas y otros tesoros mínimos del entorno para construir señalamientos infraleves, agrupaciones de materiales apenas perceptible para el ojo distraído. El proceso que hoy se abre es, por lo tanto, el de estos delicados altares a lo pequeño, así como instancias de fogones simbólicos en las que el artista ofrece las narraciones orales y fragmentarias de este mundo en construcción/descubrimiento.
Agustín es, principalmente, un dibujante; piensa con la línea y gracias al poder de la representación comprende el mundo que lo rodea. En el “puertas abiertas” de nuestra residencia, decidió mostrar ambos lados de una misma moneda procedimental. Por un lado, tenemos la obra digital que puede ser activada con el cuerpo y por el otro, los dibujos elaborados a mano alzada que le sirven para componer los escenarios de “Input rest”. De esta manera, logra borrar los límites entre lo virtual y lo real, al menos por un rato. Porque con esta obra en proceso, Pica, logra instalar a los espectadores en un espacio liminal: un escenario ominoso, familiar pero escurridizo, en los que reconocemos sus partes pero no podemos terminar de entender dónde estamos (o qué deberíamos estar haciendo). Vemos columnas, pero éstas nacen de escombros. Vemos objetos pero están misteriosamente tapados por telas. Podríamos reconocer huellas de actividades humanas ¿o las estamos imaginando? Espacios vacíos pero luces lejanas que nos llaman a acercarnos. La pregunta persiste: ¿dónde estamos? La liminalidad de su obra no sólo toca a lo espacial, existe también una duda por el género de esta obra del que se podría desprender nuestro modo de estar en ella. Me refiero a que a simple vista podría parecer la pantalla de un video juego, sin embargo ¿sigue siendo un juego si no tenemos objetivo claro ni dirección segura para nuestras acciones? ¿sigue siendo un juego si no hay competencia? Sin proporcionarnos respuestas, es por lo tanto, una obra de carácter híbrido elaborada a partir del archivo personal de espacios vividos e imaginados, objetos conocidos e inventados para que, en tanto espectadores, no hagamos nada más (y nada menos) que ir descubriéndolo.
Los dibujos con los que llegó Sipe al primer día a la residencia nos hicieron reflexionar sobre el valor, imprescindible, del vacío como organizador de la composición. Nos mostró viñetas en las que las líneas eran unas solitarias trabajadoras del sentido, en medio de un blanco digitalizado. Nos contó cómo se la pasa dibujando todo el día, en su casa, en el trabajo, arriba de la lancha o descansando en el muelle. Percibimos que su arte, inteligente y sensible, logra transmitir mucho más que un mensaje: nos permitía sentir. Poseedor de un talento innato (¡es autodidacta 100%!) nos hizo creer por un segundo que su procedimiento no tenía quiebre y que podría dibujar, sin esfuerzo, todo lo que se propusiera. Pero estábamos equivocados y con humildad nos lo hizo saber. Nos contó cómo había un desafío que no lograba “desbloquear”: la representación de las orillas del delta. Arriesgó una explicación que tiene sentido si unx lo piensa mirando la costa de enfrente. ¿Cómo se hace para dibujar un espacio que está lleno? ¿cómo dar cuenta de lo lleno cuando su manera de dibujar/pensar se sostiene sobre los vacíos habilitantes? Sin embargo, lo que Sipe nos comparte hoy en el “puertas adentro” es una serie de dibujos en los que ha logrado capturar la abundancia propia de los márgenes del Carapachay. El horror vacui fue tan contagioso que entre todos se nos ocurrió rebatir los dibujos y armar con ellos un rompecabezas en el que no se pudiera distinguir el arriba del abajo, el abajo del arriba y el adentro del afuera.



















